Desde el centro de la inmensa, vacía y fría plaza situada frente al palacio, el edificio parece inmenso y sobrecogedor. Tiene 130 metros de altura aprovechando su construcción sobre la Colina Roja, la colina de Hongsham, en el centro de Lhasa. El Palacio de Potala, con su millar de estancias, ha sido la residencia de los dalai lamas desde el siglo XVII, cuando el quinto Dalai Lama decidió trasladar aquí su residencia desde el monasterio de Drepung.
Desde el exterior se aprecian dos zonas claramente diferenciadas. La parte inferior, el Palacio Blanco, era la zona residencial del Dalai Lama y donde se concentraba el poder político. Arriba, el Palacio Rojo, es el recinto dedicado al estudio y la oración, con una sucesión de capillas, salas de meditación, bibliotecas con valiosos escritos budistas o una gran estupa funeraria. Curiosamente, las autoridades chinas han conservado las estancias privadas de su último inquilino tal como las dejó camino del exilio el que hoy es uno de sus mayores enemigos.
La visita se hace acompañados de un guía, tibetano mejor que chino, para entender el significado de cada lugar que se observa. No hace falta decir que en ningún rincón de los 360.000 metros cuadrados del Potala aparece ninguna foto del actual y exiliado Dalai Lama. Como museo que es, entre los muros del Potala no hay demasiada vida. No hay monjes con sus divertidos debates, que sí pueden verse en otros lugares de Lhasa. No hay plegarias ni ceremonias entre el humo de las velas. Los tibetanos no reconocen legitimidad a los monjes del Potala porque están impuestos y controlados por Pekín. Apenas hay algunos talleres de telares o de pintura. Y está terminantemente prohibido hacer fotos en el interior de las estancias.
Para empaparse del ambiente tibetano, de sus templos cargados del humo de las velas, de los monótonos rezos de los monjes, de sus ruedas de plegarias, de los peregrinos arrastrándose por el suelo de las calles mientras realizan una 'kora', una peregrinación circular en torno a los lugares sagrados..., para todo esto hay que ir al barrio de Barkhor, el centro histórico de Lhasa en torno al veneradísimo templo de Jokhang. Ahí sí, ahñí está la verdadera esencia del alma tibetana.
Cuando el V Dalai Lama ordenó construir el Palacio de Potala en 1645 buscaba erigir un símbolo perdurable para la institución que encarnaba. Y lo logró. El Potala se ha convertido en guardián de un poder que ya no existe. El viajero debe saber que no visita sólo un monumento espectacular. El Potala es, ante todo, un símbolo y un sentimiento.
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