El nombre de Operación Balmis se puso como homenaje al médico militar español Francisco Javier de Balmis, quien fue el responsable, a principios del siglo XIX, de una expedición que llevó la vacuna de la viruela desde la península hasta América e incluso Filipinas, territorios que entonces eran provincias españolas.
Esta operación de salud pública de 1803 estaba incardinada en las múltiples expediciones científicas que, desde el establecimiento de la dinastía borbónica en España, inspiradas por otras previas de la casa de los Habsburgo, se habían comenzado en el primer cuarto del siglo XVIII. Durante todo aquel siglo, buques que zarparon con diferentes misiones –incluyendo numerosas expediciones específicamente científicas– se convirtieron en auténticos laboratorios flotantes en los que se ensayaron desde los entonces novedosos sistemas de medición astronómica para mejora de la geodesia hasta la realización de catálogos naturalistas que dieron a conocer, junto con otras expediciones portuguesas, francesas e inglesas, nuevas especies vegetales y animales a la ciencia europea. Todo ello coincidió con el periodo de la Ilustración y del nacimiento de la historia natural moderna.
Simultáneamente a estas expediciones, en el primer tercio del siglo XVIII el naturalista, botánico y zoólogo Carlos Linneo generó la actual nomenclatura binominal, que sirvió desde entonces para designar a los organismos de forma muy precisa en todo el planeta. Esta nomenclatura se hizo imprescindible, puesto que aquellas expediciones científicas encontraban una gigantesca diversidad de especies vegetales y animales. Ante esa avalancha de descubrimientos, los nombres vernáculos de esas especies parecían imprecisos para el conocimiento científico y estructurado de los cada vez más amplios filos de especies.
"Es ambientalmente insostenible a todo nivel. Incluso más allá de la verdadera frontera de nuestro planeta, una frontera límite para este conocimiento de la biodiversidad: la superficie del océano"
Desde entonces, se ha ido estructurando un conocimiento sobre las especies que habitan el planeta con un cómputo de 1.200.000 especies en 2011, si bien los estudios más deterministas (Joppa, 2014) definen que pueden llegar a 8.700.000 especies. Estos cálculos han sido refutados por otros estudios que estiman que, en realidad, el número total de especies puede ser aún más amplio. Y eso explica las noticias sobre nuevos descubrimientos de especies en todas las geografías del planeta. Estas noticias, sin embargo, contrastan con aquellas que, con mayor cadencia, anuncian el desafortunado fin de una especie en peligro de extinción.
Si se divulgan nuevos descubrimientos, también se difunden con mayor velocidad las penosas noticias de la desaparición estadística de numerosas especies. Al igual que ocurre con los recursos energéticos fósiles, la realidad es que, en la actualidad, se pierden más especies que las que se descubren, situándonos en un proceso de pérdida neta de biodiversidad.
Y, de una forma u otra, todos como sociedad hemos sido responsables de ello. Nuestro ritmo de consumo y la forzosa readaptación de sistemas más allá de los ritmos de la naturaleza en cada geografía concreta –las frutas de temporada disponibles todo el año en los comercios es un ejemplo perfecto– ha llegado a un ritmo tal que, simplemente, es ambientalmente insostenible a todo nivel. Incluso más allá de la verdadera frontera de nuestro planeta, una frontera límite para este conocimiento de la biodiversidad: la superficie del océano.
Las aguas marítimas y oceánicas cubren el 72 por ciento de la superficie del planeta, y contienen el 97 por ciento del agua presente en el mismo. Tienen una profundidad media en torno a 4.000 metros y cuentan con fosas abisales en las que podría sumergirse el propio Everest, y aún faltarían 3.000 metros sobre su cumbre para alcanzar la superficie. Esas enormes masas de agua –para medirlas necesitamos utilizar la unidad del kilómetro cúbico– son, junto con el oxígeno y el nitrógeno atmosférico, responsables de la vida en el planeta.
Pero, desgraciadamente, también la inmensidad del océano está siendo afectada literalmente por la relación entre esta, y las ciudades. Hoy, en 2020, ya más del 50% de la población mundial vive en ciudades, de las cuales, el 40% ocupa zonas costeras (Unesco, IMO, FAO, UNDP, 2011) y diversas proyecciones afirman que en 2050, el 70% de la población mundial vivirá en áreas urbanas (ONU-Hábitat, 2009), lo que implicará que exista una gigantesca concentración demográfica en una muy reducida proporción de la superficie terrestre, entre el 4 y el 11%, según varios indicadores. Y este crecimiento, en ciudades litorales, se ha producido en la mayoría de las ocasiones contra el océano, ampliando el espacio de las ciudades sobre entornos costeros de gran valor biológico que han desaparecido para siempre bajo las obras civiles de puertos, malecones, playas, radas, espigones y paseos marítimos; waterfront works, en general.
"Las aguas marítimas y oceánicas cubren el 72 por ciento de la superficie del planeta, y contienen el 97 por ciento del agua presente en el mismo"
Esta concentración de la población mundial en los territorios urbanísticos litorales (UCT, por sus siglas en inglés) implica una enorme cantidad de bienes y servicios de consumo de presión directa sobre el océano –abastecimiento, transporte, extracción, ocio– y sus ecosistemas costeros, pero lo que es más grave, una continua deposición de residuos urbanocosteros (UCL, ibídem) que, por la dinámica oceánica de corrientes y mareas, se distribuye por todo el planeta. Esta es la base justificativa de diferentes modelos de dispersión de microplásticos, ya imbricados en cadenas tróficas por todo el planeta, pero también la causa de aparición de macrorresiduos en todos los pisos litorales.
Diferentes proyectos científicos de parametrización de los contaminantes marinos realizan una interpretación crítica de la situación actual. Y mientras que proyectos de descontaminación y de colaboración ciudadana para la retirada de residuos están generando gotas, si no lagunas, de esperanza, la realidad es recurrente: la magnitud del problema es tal que ya no es posible limpiar –asumámoslo– el océano. En los últimos años, numerosos proyectos –Ecopuertos en el mar de Alborán es un ejemplo idóneo– están realizando catálogos de residuos encontrados en aguas litorales y marítimas, evidenciando que existe una residuodiversidad creciente, que, en su conocimiento, queda localizada la fuente emisora. Actuar sobre la misma es la única solución. Es un triste indicativo que la humanidad, casi trescientos años más tarde del nacimiento de la catalogación de especies, tenga que trabajar en la catalogación de basuras.
"La magnitud del problema es tal que ya no es posible limpiar –asumámoslo– el océano"
El problema ya solo es revisable, tanto en ciudades litorales como interiores, desde la educación personal hacia la sensibilización del problema, políticas activas de corrección de impactos, reducción del consumo de recursos marinos y un sistemático tratamiento de las aguas residuales, así como la prevención del residuo en fuente, antes de que se produzca. Estas medidas son las mínimas para comenzar un cambio de ciclo en el que el océano reciba menos residuos que recursos extraemos de él, intercambiando su biodiversidad por nuestras basuras. Y todos podemos colaborar en este cambio de paradigma en la relación entre la ciudad y el mar.
Juan Diego López Arquillo
Profesor de Arquitectura de la Universidad Europea de Canarias y experto en relaciones waterfront ciudad-océano