Los cines de mi adolescencia, los Valle Inclán de Santiago de Compostela, olían a cloro. Para acceder a ellos tenías que entrar en una galería comercial en la que también había un gimnasio con piscina. Ni la máquina de palomitas más potente podía competir con ese olor. En esa época, mientras yo quedaba en los Valle Inclán para ver los estrenos, la filósofa Susan Sontag escribía un artículo en el diario 'El País': "Ver una gran película en un simple aparato de televisión es realmente como si no la hubieras visto".
Aunque la tecnología y el covid han hecho que algunos casi puedan tener un cine en sus casas, la experiencia no es comparable. No se trata solo de la dimensión de la pantalla o de la calidad del sonido, en el cine te envuelve la historia, el audio, la oscuridad… En la sociedad de la permanente distracción, una sala es uno de los últimos reductos que quedan donde concentrarnos libres de móvil. Sería una muestra de la inteligencia del ser humano que estuvieran llenas.
Desde el sofá de casa nunca he sentido que era yo la que moría o la que besaba. Tampoco que quisiera quedarme a vivir en una película. En el cine sí. En el fondo hay algo de prodigioso en la experiencia, algo que se asemeja a la magia que debieron sentir los primeros espectadores que vieron algo tan cotidiano y tan extraordinario como 'La llegada de un tren' de los Lumière.
Por todo eso, y porque no se ha producido ni un solo brote de coronavirus en las salas españolas, yo voy al cine. Los Valle Inclán de Santiago cerraron en 2013. El gimnasio que está al lado sigue abierto. Mens sana, cero, corpore sano, uno.
(Más información en Instagram @gabrielafresan)