Se suele pensar que los políticos no se disculpan. O no tanto como deberían. Pese a ello, en España, la disculpa es más frecuente de lo que se piensa. Jefes de estado, presidentes del gobierno, líderes de la oposición y ministros han hecho lo propio en los últimos años.
Para que una disculpa se produzca se deben dar una serie de requisitos. En primer lugar, debe existir un hecho dañino o, al menos, que exista esa percepción. Lo importante en estos casos no es si la acción tuvo realmente lugar o no, sino si se percibe como tal. En segundo lugar, cuando alguien es visto como culpable por algo reprobable, teme por su reputación y por los vínculos que le unen con los demás. Es en ese momento en el que se debe plantear la idoneidad, o no, de pedir disculpas.
Este discurso tiene sus riesgos. Quien se disculpa reconoce un error y por tanto su imperfección. En la arena política, donde la competición partidista se contempla desde el punto de vista estratégico, mostrar una flaqueza al rival puede resultar un movimiento muy arriesgado. Si se reconoce un fallo, los contrincantes encuentran un flanco de ataque. Es importante que los políticos sean capaces de pronunciar este tipo de discursos. Pero también lo es que le den la importancia que se merece. Un representante que se pasa el día disculpándose muestra dos cosas: poca credibilidad e incapacidad para enmendar los problemas.
La democracia sentimental
En las últimas décadas, la espectacularización de la política y su mayor visibilidad ante la mirada de los medios y de las redes sociales han provocado un incremento en la exigencia de rendición de cuentas de los representantes públicos.
Por un lado, se ha producido una personalización de la política, dando paso a lo que el politólogo Manuel Arias Maldonado denomina la democracia sentimental. Por otro, la sociedad tiene más canales que antes para expresar su disconformidad con determinadas medidas, actuaciones y faltas en esfera política. Esto expone a los políticos, que ven cómo un error puede lastrar su carrera si no toman medidas para reparar su imagen pública.
Pedir perdón no es suficiente para mejorar la percepción ciudadana sobre un político, pero es un buen paso para empezar hacerlo. Las palabras de Patxi López en la comisión de reconstrucción del Congreso de los Diputados se suman a los anales de políticos que se han disculpado por diferentes motivos: Mariano Rajoy por los casos de corrupción del PP, Dolores de Cospedal por la gestión del Yak-42 o la solemnidad de Agustín Javier Zamarrón por la legislatura fallida y un largo etcétera.
Pese a no recordarlos, este tipo de discursos, por regla general, son bien acogidos por la opinión pública, que reconoce la humildad del político y su capacidad de entender las demandas y el sentir de los afectados. Pedir perdón no es suficiente para borrar una mala acción, pero ayuda si se pronuncia junto a otras acciones encaminadas a que el error no se vuelva a repetir. Muestra una voluntad de cambio en la actitud de los individuos.
La disculpa es un discurso de catarsis. El individuo muestra, de forma implícita, capacidad de escucha, de entender que hay determinadas actuaciones que no son bien acogidas por la sociedad. Expone la capacidad del individuo para reconocer sus errores, humillarse a sí mismo y tender la mano a la reconciliación. Antepone la concordia al ego.
Los últimos barómetros del CIS exponen que los españoles consideran a sus políticos como un problema en lugar de percibirlos como parte de la solución a los mismos. Esto da buena cuenta de la necesidad de cuidar la imagen de las administraciones y los representantes públicos.
Un país que no confía en sus instituciones es un país susceptible de sufrir tiranos y déspotas. En un momento en el que el desprestigio de la política es patente, estos pequeños gestos muestran que sus protagonistas son capaces de reconocer sus errores y esto los reconcilia con la sociedad a la que representan.
El artículo original ha sido publicado en The Conversation.