El 31 de diciembre China informa a la OMS de que hay una nueva neumonía de causa desconocida en la ciudad de Wuhan, provincia de Hubei. Antes, varios médicos de la ciudad habían alertado del virus en sus redes sociales y el 1 de enero, un periódico oficial señaló a 8 médicos acusándolos de difundir rumores.
Uno de ellos era Li Wenliang, oftalmólogo de 34 años que semanas después moriría víctima de esa enfermedad, el COVID19, el maldito coronavirus que ha puesto un cuarto de la población mundial en algún tipo de cuarentena. El doctor Li fue interrogado y obligado a firmar una carta de confesión. Poco después se contagió al atender una consulta.
La historia recordará que la gestión de esta crisis global empezó en China con censura y mentiras que contribuyeron a la propagación del virus. El 7 de enero China anuncia que ha identificado el virus y que pudo salir de un mercado de animales de Wuhan.
Casi 3 meses después se desconoce el origen exacto. El 23 de enero, llegaron las cuarentenas. 60 millones de habitantes de la provincia de Hubei han pasado más de 2 meses aislados, confinados… en Wuhan se construían hospitales provisionales en cuestión de días y en todo el país se extremaban los controles de temperatura, las restricciones para salir a la calle y la distancia social.
Ayudó que el país se preparaba para parar en seco por las vacaciones del Año Nuevo Lunar que cada año convierten a mega urbes como Pekín en ciudades fantasma durante varios días. Son las vacaciones más largas del año en China y todo para. Ese periodo se alargó, se suspendió la vuelta a las clases, también las competiciones deportivas y finalmente, las cifras oficiales de contagiados y fallecidos empezaron a bajar.
Un virus global
Semanas después, ese virus que veíamos lejano, esas medidas que calificábamos de draconianas y que veíamos con distancia, son parte de nuestro día a día. Igual que las cifras desgarradoras de muertos e infectados, de dramas de ancianos que mueren en residencias, de funerales solitarios, de hospitales en palacios de congresos y morgues gigantescas. Ese es el día a día en Italia y en España. Francia, Reino Unido, Alemania también ven crecer las dramáticas cifras de la pandemia en sus territorios.
Los gobiernos tratan de gestionar como pueden una crisis inédita y de dimensiones nunca vistas. No creo que sea el momento de criticar la gestión ante un virus que sigue siendo desconocido y más cuando cada país, incluso en la Unión Europea, actúa por separado. Hay fronteras internas, diferentes estrategias para contener la propagación: de los confinamientos masivos de Italia, España, Francia o Bélgica, a la llamada distancia social de Alemania o la gestión de Suecia, con sus bares, restaurantes o estaciones de esquí abiertas.
La presidenta de la Comisión Europea alerta estos días sobre el riesgo de la división. La cumbre del 26 de marzo lo dejó clarísimo. Vuelven los viejos fantasmas de la lucha entre países ricos y pobres de Europa; entre el Norte y el Sur. División europea cuando más falta hace la unión. España, Italia y Francia, los países más castigados por la pandemia, piden medidas de ayuda urgente y los coronabonos para paliar las pérdidas económicas. Alemania, Austria y Holanda, aún menos afectadas por el virus, dicen que no.
Y todo cuando Europa depende de las mascarillas, ventiladores y material sanitario que no fabrica ella misma. Depende de Asia, especialmente de China. Igual que Estados Unidos, que ya es el lugar con más casos confirmados del mundo y la icónica Nueva York es su Wuhan. Después de semanas diciendo que todo estaba bajo control y quitándole importancia al brote, Trump se prepara para tomar medidas cada vez más drásticas.
Y, cosas de la vida y de la globalización, China, el lugar donde se originó el brote, es ahora el país que debe surtir de mascarillas y material sanitario al mundo. Una coyuntura que el aparato propagandístico del régimen no ha dudado en aprovechar para limpiar su imagen. Ahora donan material, envían médicos a ayudar a otros países y comercializan todo lo que en Europa no se fabrica.
Todo eso, aunque propagandístico, también es digno de agradecer aunque también expulsan a periodistas extranjeros que rascaron e informaron de lo más incómodo y duro del coronavirus allí. Eso que al régimen no le interesaba mostrar. Y como temen los casos importados, cierran las puertas a las llegadas desde el extranjero. Qué enorme gesto de empatía. Mejor quedarse con la solidaridad a pie de calle o de ventana.
"Jiayou Wuhan" ("ánimo Wuhan"), se gritaban de ventana a ventana los vecinos de esa bonita ciudad del centro de China, una de las más desarrolladas de la zona y con una de las mejores Universidades del país que cada año acoge a más estudiantes extranjeros.
Semanas después esos gritos de ánimo, con gente cantando en las ventanas se repiten en Italia, en España, en Francia… De balcón a balcón, millones de ciudadanos se deshacen de aplausos para el personal sanitario mientras ponen su particular granito d arena para vencer al virus que no es otro que quedarse en casa.