Eva M. Galán Moya

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Día contra el cáncer

¿Curaremos algún día el cáncer?

¿Es verdad eso que he oído esta mañana en la radio? ¿Se ha descubierto por fin la cura definitiva? Me lo preguntaba mi vecina del segundo hace unos meses. Me miraba con ojos esperanzados, porque su madre lleva dos años peleando contra un cáncer de colon. Y yo no pude evitar suspirar.

Como investigadora del cáncer, sigo cada avance científico y cada noticia que arroje luz sobre este enemigo común a todos. Sin embargo, el tratamiento que algunos medios dan a ciertas noticias es tan desproporcionado que parece que se encuentre la cura contra el cáncer cada semana. Y aunque lo que se pretende no es otra cosa que mostrar los avances de la comunidad científica, al final se confunde a la población, que una vez tras otra cree que por fin ha llegado la ansiada cura contra el cáncer. Y luego la realidad de los tratamientos es muy distinta.

La cuestión es, ¿por qué tras años dedicando todos nuestros esfuerzos a frenar el cáncer seguimos sin encontrar la cura definitiva contra esta enfermedad?

Cáncer hay más de uno

Para empezar, el cáncer no es una sola enfermedad. Bajo este término encontramos agrupadas a más de un centenar de patologías. No se aborda igual un cáncer de mama, que un cáncer de piel, que otro que afecte al cerebro, ya que las células tumorales que se desarrollan en cada uno de estos órganos son completamente diferentes.

Además, dado que estás células pueden adaptarse o mutar de diversas maneras, dentro de cada tipo de cáncer podemos encontrar diferentes variedades o subtipos, que también deben tratarse de una forma diferente, porque no todos responden a los mismos fármacos. Incluso la misma enfermedad puede comportarse de forma distinta cuando se produce en diferentes individuos.

Para complicarlo más aún, dentro del mismo tumor y del mismo individuo, puede haber zonas que se comporten de manera diferente al resto. ¿A qué se debe esta variabilidad? Pues a un fenómeno que llamamos heterogeneidad intratumoral.

Imaginemos una masa tumoral como un cubo de Rubik. Cada cara muestra un color diferente, es decir, una población de células característica. Ahora pensemos que hay cubos de Rubik de muchos tamaños y formas diferentes, en los que tanto el número de piezas como el de caras puede aumentar su complejidad. Y las caras no permanecen estáticas. Las piezas pueden cambiar su posición constantemente, provocando cambios en varias de las caras del cubo. Pues algo así pasa con los tumores.

Además, quien alguna vez ha intentando resolver un cubo de Rubik sabe que siempre hay un color que se nos resiste más que el resto. En los tumores también ocurre, ya que algunas células cancerosas son capaces de protegerse frente los ataques contra el tumor, bien camuflándose para no ser detectadas, bien consiguiendo resistir al ataque. Y eso las hará más fuertes frente a tratamientos futuros.

Por tanto, pretender que se descubra una "fórmula milagrosa" capaz de tratar todos los cánceres de la misma manera es ignorar la biología de los tumores.

Una carrera de fondo

En términos generales, la investigación oncológica está movida por un objetivo común: identificar los puntos débiles de los tumores para poder combatirlos. Atacando esos tendones de Aquiles conseguiremos mejorar la eficacia de los tratamientos y disminuiremos los efectos secundarios.

Pero estamos ante una carrera de fondo. Allá por los años 60 se observó que, en algunos tipos de leucemias, las células cancerosas tenían un cromosoma mucho más corto de lo normal, que las diferenciaba de las células normales. A este cromosoma, por la ciudad en la que se identificó, se le llamó cromosoma Filadelfia. En los 70 se descubrió que su origen estaba en la escisión de fragmentos de los cromosomas 9 y 22 que intercambiaban posiciones dando lugar a un cromosoma 9 alterado y a un cromosoma 22 mucho más pequeño, el Filadelfia.

Los años 80 nos trajeron el descubrimiento de la proteína aberrante BCR-ABL, producto de la reorganización de la información genética al permutar las "piezas rotas" de los cromosomas 9 y 22. Esta proteína parecía ser la responsable de la enfermedad y solo se expresaba en las células malignas. De ahí que, durante los años 90, muchos científicos se centrasen en buscar un compuesto que fuera capaz de bloquear la función de esta proteína, imprescindible para la supervivencia de las células de leucemia.

De entre los muchos que se evaluaron, uno, el STI-571, parecía especialmente bueno destruyendo células malignas. Este compuesto, más tarde renombrado como imatinib (o Gleevec), fue aprobado para tratar leucemias con presencia del cromosoma Filadelfia en 2001 (cuarenta años más tarde de que arrancase todo), revolucionando el tratamiento de esta enfermedad y disminuyendo drásticamente su mortalidad.

Las nuevas armas contra el cáncer

Desde entonces se han descubierto los tendones de Aquiles de otros muchos cánceres, base para diseñar nuevas terapias que los atacan justo en esos puntos débiles. Estas terapias se basan en el uso de los llamados "fármacos de precisión" que destruyen las células malignas, reduciendo además los efectos sobre las células normales en comparación con los tratamientos no dirigidos, como es la quimioterapia.

Atacar los puntos flacos de las células tumorales también puede resultar útil para revertir su habilidad de escapar al control de nuestro organismo. Como explicaba en “Cómo unas células sordas y manipuladoras originan el cáncer”, las células cancerosas, usando diversos disfraces, se camuflan para no ser identificadas por nuestro sistema inmune, que, de reconocerlas como anormales, las destruiría.

Los investigadores han conseguido entrenar el sistema inmune de pacientes con algunos tipos de cáncer para aprender a reconocer las células tumorales a pesar de su disfraz. A esta terapia se la conoce como CART y ya se está aplicando con éxito en algunos hospitales para ciertos pacientes con cánceres de la sangre. Los avances científicos en esta dirección son alentadores, y la terapia con CART podría significar en un futuro la curación de muchos cánceres.

Un día para concienciar.

Autora: Eva M. Galán Moya: Bióloga molecular e investigadora del Grupo de Oncología Traslacional del Centro Regional de Investigaciones Biomédicas, Universidad de Castilla-La Mancha.

El artículo original ha sido publicado en The Conversation

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